jueves, 5 de septiembre de 2013

La mentira más bonita a la que he besado

Nos dimos un gran revolcón en aquella arena importada del Caribe.
Bueno,
del Caribe no sé,
pero el revolcón fue tan bueno
que no importaba ni siquiera que fuera made in China.

Nos dimos un abrazo tan
pero tan inmenso
que despegarnos nos costó la eternidad y más.
[La culpa es tuya,
que después de abrazarme
siempre me sueltas.]

Y nos dedicamos a buscar la luna.
Y ahí estaba ella,
amarrada a los balcones,
mirándonos
como diciendo
"desatadme,
que quiero bajarme de aquí arriba.
Estoy harta de vivir siempre colgando."

Nos dimos de lleno contra la montaña de nuestros sueños
y era tan grande que la derrumbamos a cabezazos bien porfiados.
Y bien porfiados resultamos ser nosotros,
a pesar de toda esa desolación que vino a atacarnos
sin más explicación de que era buena hora para destruirnos.
Pero nos sentimos inmunes,
nos sentimos fuertes,
poderosos,
Atilas encandilados,
Atlas sosteniendo el mundo con una sola mano.

Y nos fuimos lejos de ahí.
Nos fuimos del gran reino de los estúpidos
y construimos nuestro reino particular,
y ahí volvimos una y otra vez
perdiendo la ropa por el camino.

Pero,
como todo,
esos aires de frescura
no eran más que un engaño a los sentidos más necios.
Y nos hizo falta una mentira para darnos cuenta.
Solo una mentira.
Literalmente.

Y nos mentimos.
Pensamos que así, quizá, podríamos mantenernos vivos.

Me he visto reflejada en tantas mentiras
que ya no sé en cuál creerme.
He visto mentiras piadosas
más despiadadas que las bocas de las que salían.
He visto mentiras desde miradas ajenas que intentaban seducir las mías.
Pero por más que lo intentaban, más me negaba a tragarlas.
Siempre he sido más de escupirlas.

Mentir nos engrandece. Nos coloca. Nos pone cachondos.

Pero esta noche
no vamos a contarnos
mentiras.

Tralará.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Café con hielo, sin besos ni caricias

Y nuestro café se enfrió al derretirse los hielos,
cansados de esperar ese momento que tanto temíamos.

Nos lo bebimos a sorbos lentos,
saboreando cada trago
como si fueran instantes que poco a poco se nos escapaban de las manos.
Pero no. No lo disfrutamos.
Nunca un café había estado tan amargo,
aún sabiendo que tal vez fuera el último que bebíamos en buena compañía.

Poco a poco ya no era café,
sino agua.
Hielo deshecho.
Mira qué casualidad,
el hielo estaba justo como nosotros.
O como yo, al menos.

Tratamos de alargar la tarde como pudimos,
sabiendo que después de ese café vendría el adiós,
y que después del adiós
ya no vendría nada.
Y cuesta imaginar una nada con la misma persona con la que
[un día no muy lejano]
imaginaste algo.

Finalmente nos levantamos y salimos de aquel bar.
Nuestro bar,
en el que habíamos pasado tantas tardes y tantas noches.
Allí se quedaron los posos de un café 
junto con las cenizas de un cigarro
que se consumía junto a nuestras ganas de ser algo.
Restos.
Todo restos.

Fue una tarde fría,
amarga, 
de sorbos lentos y palabras rápidas,
de miedo a despedirse,
de posos,
de cenizas y de sueños rotos,
si bien todo es lo mismo.
Fue la tarde del último café.
Café solo, sin besos ni caricias.
Fue nuestra última tarde juntos.