Y nuestro café se enfrió al derretirse los hielos,
cansados de esperar
ese momento que tanto temíamos.
Nos lo bebimos a sorbos lentos,
saboreando cada trago
como si fueran instantes que poco a poco se nos
escapaban de las manos.
Pero no. No lo disfrutamos.
Nunca un café había
estado tan amargo,
aún sabiendo que tal vez fuera el último que bebíamos
en buena compañía.
Poco a poco ya no era café,
sino agua.
Hielo
deshecho.
Mira qué casualidad,
el hielo estaba justo como nosotros.
O como yo, al
menos.
Tratamos de alargar la tarde como pudimos,
sabiendo que después
de ese café vendría el adiós,
y que después del adiós
ya no vendría nada.
Y cuesta imaginar una nada con la misma persona con la que
[un día no
muy lejano]
imaginaste algo.
Finalmente nos levantamos y salimos de aquel bar.
Nuestro bar,
en el que habíamos pasado tantas tardes y tantas noches.
Allí se quedaron los
posos de un café
junto con las cenizas de un cigarro
que se consumía
junto a nuestras ganas de ser algo.
Restos.
Todo restos.
Fue una tarde
fría,
amarga,
de sorbos lentos y palabras rápidas,
de miedo a
despedirse,
de posos,
de cenizas y de sueños rotos,
si bien todo es lo
mismo.
Fue la tarde del último café.
Café solo, sin besos ni caricias.
Fue nuestra última tarde juntos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario