lunes, 13 de mayo de 2013

Gracias, Escandar.

En el día inmediatamente anterior al de ayer,
una fecha tan común como un once de mayo,
tan insignificante para unos,
tan significativa para otros,
tuve el placer,
la suerte,
o yo qué sé qué cojones tuve,
de conocer al hombre que me ha hecho derramar una lágrima por cada palabra que versaba,
que ha hecho que dé más importancia a las hamburguesas que a los filetes rusos,
[él sabe de lo que hablo].
Al hombre que nunca dejará de creer en las minifaldas,
al que su madre le enseñó cómo freír un huevo a los diecisiete,
al que le parece que salir a recitar es como el karaoke:
que al principio nadie quiere salir a cantar,
pero cuando sale la primera persona y los demás ven el ridículo que ha hecho,
todo el mundo quiere seguir sus pasos.
Escandar Algeet le llamaban. Creo.
Y digo creo
porque la noche de fiesta con él se hizo larga,
y porque no hay nada mejor que liarse un piti,
apoyado en el balcón,
[y eso que no fumo]
viendo cómo sale el sol
y cómo las mentes se dispersan filosofeando.
[Y cada loco con su tema.]
Y por la noche,
sentados en unas escaleras bajo la luna que alumbra las escaleras mecánicas,
que alumbra los cachis que sostiene el gentío de la calle,
beberse una cerveza,
fresquita,
[y eso que no bebo]
y después dar vueltas a los temas absurdos más lógicos que puedas llegar a imaginar.
Subir, bajar.
Volar, bailar.
Gritar, susurrar.
Terminar la noche y empezar la mañana
con-versando. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario