En el día inmediatamente anterior al de ayer,
una fecha tan común como un once de mayo,
tan insignificante para unos,
tan significativa para otros,
tuve el placer,
la suerte,
o yo qué sé qué cojones tuve,
de conocer al hombre que me ha hecho derramar una lágrima por cada palabra que versaba,
que ha hecho que dé más importancia a las hamburguesas que a los filetes rusos,
[él sabe de lo que hablo].
Al hombre que nunca dejará de creer en las minifaldas,
al que su madre le enseñó cómo freír un huevo a los diecisiete,
al que le parece que salir a recitar es como el karaoke:
que al principio nadie quiere salir a cantar,
pero cuando sale la primera persona y los demás ven el ridículo que ha hecho,
todo el mundo quiere seguir sus pasos.
Escandar Algeet le llamaban. Creo.
Y digo creo
porque la noche de fiesta con él se hizo larga,
y porque no hay nada mejor que liarse un piti,
apoyado en el balcón,
[y eso que no fumo]
viendo cómo sale el sol
y cómo las mentes se dispersan filosofeando.
[Y cada loco con su tema.]
Y por la noche,
sentados en unas escaleras bajo la luna que alumbra las escaleras mecánicas,
que alumbra los cachis que sostiene el gentío de la calle,
beberse una cerveza,
fresquita,
[y eso que no bebo]
y después dar vueltas a los temas absurdos más lógicos que puedas llegar a imaginar.
Subir, bajar.
Volar, bailar.
Gritar, susurrar.
Terminar la noche y empezar la mañana
con-versando.
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