Era la representación ambulante de todo lo que esperaba que nunca llegaría a ser.
Los días eran duros, pero las noches siempre lo eran más.
Preparaba el café a las once porque estaba aterrorizada de sus sueños,
y buscaba inspiración en el final de sus cigarros,
porque le gustaba la forma en la que el humo mordía las paredes de su garganta
[como todos los insultos de auto-odio que se tragaba.]
Estresada y deprimida, pero siempre bien vestida,
ocultaba su tristeza bajo capas de arrogancia vacía,
cosida a las costuras de sus botas desgastadas y a sus irónicamente mal ajustados jerséis de moda.
Cuando los deslices indeseados de luz corrían a través de las boquiabiertas persianas,
sentía el miedo cálido del día arrastrándose por sus dedos.
Le tomaba tres tazas de café y 150 gramos de estigma social mover su sangre y despertarse.
[Algunas personas no están hechas para las mañanas]
A las tres y pico
empezaba a sentir el anhelo de las motas de polvo que se habían reunido en su mente mientras dormía.
Su torpes palabras viajaban sobre su paladar
con más frecuencia que con la que tropezaba sobre sus propios pies.
[Debió de quedarse dormida el día que aprendimos a dar sentido a las sílabas rotas,
que explosionaban y dejaban heridas que apenas se podían sanar.]
Ahora ha dejado de luchar,
tratando de hablar en un idioma que aún se siente extranjero en su lengua.
Escribía con rayas y garabatos ilegibles
porque creía que nada de lo que escribía valía la pena tratar de descifrar.
Sus manos eran aún muy pequeñas
para todas las cosas que de todos modos quería crear.
La mayor parte de las cosas que poseía estaban rotas o inservibles por completo.
Y la mayoría de los días, se sentía demasiado o nada,
y muy pocas veces se levanta después de darse de bruces con la realidad,
porque se niega a creer en las cosas que no entiende.
A las cuatro de la tarde
le dijeron que los ombligos son huellas dejadas por dios.
Así que se pasó sus siguientes 10 años perdiendo todos sus minutos tratando de telefonear al cielo,
pero nadie cogió el teléfono.
Un día se dio cuenta de que los ombligos son sólo otra forma de molestar a los padres,
y ese día se sintió sola.
A las ocho,
esperaba finalmente darse cuenta de que no hay nada romántico en sus forzadas excusas,
o en la forma en que se siente claustrofóbica en las multitudes
y solo encuentra consuelo entre los árboles,
porque entiende por qué esas multitudes se pasan la vida
tratando de agarrar las manos con las nubes.
¿A qué edad empezó a perder su simpatía?
En toda su vida ha sentido los suspiros de criaturas solitarias
llenando los espacios de entre sus vértebras.
Sabe que siempre será capaz de oír las ásperas grietas de la compasión
cada vez que gire su cansada espalda.
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